21 de marzo de 2007

Marcelo Subiotto

En primera persona:
En el año 1997, junto al director teatral Adrián Canale, ideamos un espectáculo que sería el comienzo de un proyecto que hoy lleva diez años. Se trataba de “La cruzada de los niños”. Cuando comenzamos a pensar donde podríamos estrenarlo se nos ocurrió la Fundación Banco Patricios de la ciudad de Buenos Aires. Era un gesto de osadía, ya que la misma se encontraba establecida como espacio cultural con una interesante y variada programación artística, generalmente con gente ya reconocida del ambiente, y muy buena convocatoria de público. Para nuestra sorpresa, el proyecto fue aceptado y programado, pero poco antes de darlo a conocer la fundación y creo que su principal auspiciante, el banco homónimo, quebró por razones que se adentran en la cambiante economía de Argentina. De modo que fuimos devueltos a donde proveníamos, la periferia del circuito teatral porteño.

Así comenzó un periplo incierto, pero no menos agradable, que fue desde hacerlo en la casa de un amigo, y luego recorrer espacios teatreros del conurbano bonaerense, las localidades de Temperley, Morón, El Palomar, Banfield; hasta festivales de teatro independiente, hechos muy a pulmón, en el interior del país, como Córdoba o Tucumán, donde parte del objetivo era, además del placer espiritual, intentar no salir con las cuentas en rojo. Una vez recalamos en la bellísima Humahuaca, Provincia de Jujuy, invitados a participar del primer encuentro de la agrupación “El Séptimo”, donde ocurrió algo extraordinario.

Debo aclarar que el espectáculo tenía algo de liturgia, escénicamente hablando, por eso cuando el espectador entraba, me encontraba personificado, sentado en una pequeña silla, donde permanecía hasta que comenzaba la función. Estaba acostumbrado a que el ingreso del público fuera en respetuoso silencio, ya que enseguida advertían la convención del actor transformado en otro.

Esa vez, me llevé una gran sorpresa, los chicos (por cierto, concurrentes que no esperaba para este tipo de propuesta) entraban a la sala corriendo y con gritos de entusiasmo, los adultos con sus perros, y los perros con sus amigos…otros perros. Yo veía a la gente que se iba ubicando, bulliciosamente, y por detrás de ellos, a Adrián desesperado, tratando de sacar los canes paganos que hacían peligrar nuestra ceremonia. Incluso, muchos niños se sentaron en la escalera de acceso al escenario.

En aquella situación tan ajena, en aquél clima tan exigido para mis pulmones, comencé la función. No sé si fue la mejor o la peor que hicimos, sinceramente no viene al caso; lo que sí supe, en ese instante, fue que la única manera de llevar adelante el espectáculo sería abandonar todo prejuicio, como si fuera la primera vez que lo mostrábamos. De esa forma, tanto los asistentes como el actor, yo mismo, nos encontramos frente a algo nuevo, desconocido: una obra titulada “La cruzada de los niños”.

A partir de entonces, aprendí que el hecho teatral es un organismo vivo del cuál la audiencia y el intérprete conocen poco, organismo que se debe redescubrir cada noche si no se quiere que éste muera por cristalización. Esa extraña y aún no muy dominada comunicación, iba a ser (y lo es hasta hoy) la búsqueda de mis próximos espectáculos.

Así logré, más tarde, al personaje de Amadeo, poeta y cantautor de “Amores metafísicos” y de “Coplas del cartonero masón”, yendo a cantar y recitar en bares del populoso balneario argentino que es la ciudad de Mar del Plata, enfrentándome a un auditorio que no sabía que detrás del ficticio nombre Amadeo había un actor, lo cuál me obligaba a encontrar una convicción particular en el trabajo.

Aquellas experiencias de cantautor errático volvieron a enfrentarme con formas de comunicación desconocidas, y alimentaron el trabajo de una manera particular, permitiéndome acceder a un universo de narración que no había experimentado hasta entonces. Pareciera ser que el teatro aparece así, justo cuando menos lo esperamos.
Marcelo Subiotto
Actor, director teatral y autor.
http://puerta-roja.blogspot.com/