7 de febrero de 2007

Ignacio Apolo

En primera persona:

Durante una función de mi obra “La lengua materna”, en el año ’99 en el Teatro del Pueblo, nos pasó algo muy curioso. Yo estaba operando sonido en la consola que habíamos situado justo detrás de la última fila de butacas, en la sala chica, la de abajo. El espacio era, como habitualmente lo es en esa sala, trifrontal, y los actores actuaban a poca distancia (incluso a pocos centímetros a veces) de las primeras filas. Al promediar la obra, como todas las noches, el protagonista actuaba un ataque con convulsiones y un desmayo. No había pasado un minuto desde esa escena cuando una chica del público, sentada en la primera fila, comenzó a hacer un ruido extraño con la boca. Era una especie de “aaay aiaaaa aaaaa” musical, al mismo volúmen que los actores.

Dos, tres, diez segundos después logré ubicarla con la vista (yo estaba en diagonal detrás de ella, separados por tres filas. Vi que inclinaba la cabeza completamente hacia atrás, como cuando te lavan la cabeza en la peluquería, y que empezaba a balancearla: izquierda, derecha, izquierda, derecha, mientras cantaba “aaaay aiaaaa aaaa”. El chico sentado al lado, que había ido con ella pero que, supe después, era sólo amigo de una amiga, la estaba mirando atónito. La chica estiró las piernas, como si se desperezara, y empezó a temblar. Los pies llegaban a hacer contacto con el actor más cercano, que se detuvo de inmediato a mirarla, mientras la chica lo pateaba.

Todo el teatro, entonces, la empezó a mirar. Y por fin reaccionamos: tal como un minuto antes el protagonista había “actuado” convulsiones, ahora la chica del público las hacía de verdad. Saltamos entre las butacas y retiramos a la chica, totalmente inconsciente y mortalmente pálida, hasta el pasillo de salida. La chica babeó y se meó sobre la alfombra. Y luego, lentamente se recuperó. Según nos dijo, nunca había sufrido algo así.

Mientras esperábamos la ambulancia, le pedimos disculpas al público y ofrecimos devolverles las entradas o cambiarlas para la función del día siguiente. No había modo de retomar la obra aquella noche. Ninguna ficción podría competir con aquella experiencia. La realidad había, una vez más, imitado al arte.

Y, en mi experiencia, ninguna ficción tuvo ni volvió a tener un efecto sobre un espectador tan inmediato, tan físico, tan contundente.

Ignacio Apolo
Escritor y dramaturgo
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